En su artículo Why War Fails, Lawrence Freedman, profesor emérito de Estudios sobre la Guerra en el King’s College de Londres, analiza las causas que han conducido al fracaso militar de Vladimir Putin en la primera fase de la invasión de Ucrania y por qué fallaron las previsiones de una blitzkrieg rápida y contundente.
Una de las principales cuestiones que se debaten es si los planes rusos incluían fuerzas suficientes para ocupar un país tan grande después de una operación relámpago exitosa. Pero las estimaciones del Kremlin no habían tenido en cuenta los numerosos elementos que intervienen en una verdadera medición de las capacidades militares.
Algunos analistas de inteligencia militar cifran en unos, aproximadamente, 100.000 efectivos rusos al inicio de la guerra para una operación de conquista que, de haberse llevado acabo con la tecnología de la IIª Guerra Mundial, habría necesitado sobre el millón de soldados para ser factible. Los mismos analistas, coinciden en que, con los medios actuales y sin el empleo de armas atómicas tácticas, habría sido necesario movilizar, como mínimo, entre 250.000 y 300.000 efectivos para contar con razonables garantías de éxito.
Sin embargo, aunque los efectivos desplegados por Putin en el teatro de operaciones en los primeros días de la invasión hubiesen sido mayores, mejor comandados y con una dotación de medios y logística adecuada, resulta fundamental recordar que el poder militar no sólo depende del equipamiento armamentístico de un Estado y de la pericia con la que lo utilice. Es necesario tener en cuenta los recursos del enemigo, así como las contribuciones de los aliados y amigos, ya sea en forma de asistencia práctica o de intervenciones directas.
Es más, aunque la capacidad militar sea medida en muchas ocasiones a trazo grueso, basándonos principalmente en cantidades de hombres, aeronaves, barcos, artillería, capacidad de fuego en general, la eficacia de todo ello depende en gran medida de la calidad del equipo, de su buen mantenimiento y de la formación y motivación del personal que lo utiliza.
En cualquier guerra, la capacidad de una economía para sostener el esfuerzo bélico y la resistencia de los sistemas logísticos para garantizar que los suministros lleguen a las líneas del frente en el momento en que se necesitan, es de creciente importancia a medida que el conflicto se prolonga. También lo es el grado en que un beligerante puede movilizar y mantener el apoyo a su propia causa, tanto a nivel interno como externo, y socavar el del enemigo, tareas que requieren la construcción de narrativas convincentes que puedan racionalizar los reveses así como anticipar las victorias.
Por encima de todo el poder militar (y en muchos otros ámbitos) depende de un mando eficaz. Y eso incluye tanto a los líderes políticos de un país, que actúan en calidad de comandantes supremos, como a los que tratan de alcanzar sus objetivos militares como comandantes operativos.
Putin cometió el habitual y catastrófico error de subestimar al enemigo, asumiendo que era débil en su núcleo, mientras albergaba una excesiva confianza en las capacidades de sus propias fuerzas.
Suele describirse al mando militar en los tratados como una forma de liderazgo y las cualidades buscadas en los líderes militares suelen ser las mismas que resultarían deseables en casi cualquier entorno: conocimientos profesionales exhaustivos, capacidad para utilizar los recursos de forma eficiente, buenas dotes de comunicación, capacidad para congeniar con otras personas, sentido de la moral y de la responsabilidad, y voluntad de velar por sus subordinados.
Sin embargo, el entorno de elevada tensión e incertidumbre propio del combate impone sus propias exigencias. La historiadora Barbara Tuchman identificó como necesaria una combinación de resolución – «la determinación de vencer» – y de criterio, es decir, la capacidad de utilizar la propia experiencia para interpretar las situaciones. Un comandante que combina la resolución con una aguda inteligencia estratégica puede lograr resultados impresionantes, mientras que la determinación combinada con la ignorancia puede conducir al desastre.
Desde el lado de los subordinados, no todos, ni siempre, cumplen de forma automática las órdenes. En ocasiones, las órdenes son inadecuadas, quizás porque se basan en información obsoleta e incompleta y, por tanto, pueden (y probablemente deban) ser ignoradas incluso por el oficial de campo más diligente. En otros casos, su cumplimiento puede resultar factible pero imprudente, tal vez porque exista una mejor forma de alcanzar los mismos objetivos. Ante las órdenes con las que no están de acuerdo o de las que desconfían, los subordinados pueden buscar alternativas a la desobediencia. Pueden procrastinar, seguir las órdenes a medias, o interpretarlas de una manera que se ajuste mejor a la situación a la que se enfrentan.
En términos generales, el mundo occidental ha buscado fomentar cada vez más que los subordinados tomen la iniciativa para hacer frente a las circunstancias dadas; los comandantes confían en los que están próximos a la acción para que tomen las decisiones vitales, pero están preparados para intervenir si los acontecimientos se tuercen.
La filosofía de mando rusa tiene una orientación más jerárquica. En principio, la doctrina rusa permite la iniciativa local, pero las estructuras de mando existentes no animan a los subordinados a aventurarse a desobedecer sus órdenes. Los sistemas de mando inflexibles pueden llevar a un exceso de precaución, a una sujeción a ciertas tácticas incluso cuando son inapropiadas, y a una falta de «veracidad sobre el terreno», pues los subordinados no se atreven a informar de los problemas y, en su lugar, se insiste en que la situación es correcta.
En los sistemas autocráticos como el de Rusia, los funcionarios y oficiales tienen que pensárselo dos veces antes de desafiar a sus superiores. La vida es más fácil cuando actúan según los deseos del jefe sin cuestionarlos. Los dictadores pueden sin duda adoptar decisiones valientes en materia militar, pero es mucho más probable que éstas se basen en sus propias suposiciones mal informadas y difícilmente hayan sido cuestionadas en un minucioso proceso de toma de decisiones. Los dictadores tienden a rodearse de asesores afines y a valorar la lealtad por encima de la competencia de sus altos mandos militares.
Ngaire Woods en What the Mighty Miss: The Blind Spots of Power, dentro de este mismo número de Foreign Affairs, afirma que lo que lleva a un líder con tanto poder acumulado como Putin a cometer errores tan grandes es la propia naturaleza del poder. Los líderes en posiciones de extrema autoridad suelen llevar anteojeras que pueden conducirles a cometer graves equivocaciones. El poder puede inducir a error en la medida en que impide a los poderosos hacer un balance completo de las consecuencias de sus acciones.
El ataque de Putin a Ucrania ha demostrado muchas de las trampas del poder. Los poderosos con frecuencia se imaginan a sí mismos por encima de las normas, y Putin ha tratado de sustraerse al derecho internacional, incluso cuando ha desplegado un discurso legal para justificar sus acciones. Pero al despreciar el derecho internacional, Putin ha erosionado la seguridad rusa. Los líderes a menudo se creen más fuertes de lo que realmente son; en el caso de Putin, se equivocó al juzgar la verdadera capacidad de combate de sus fuerzas armadas, sumiendo a su país en una guerra de desgaste que algunos de sus estrategas le habían asegurado que sería coser y cantar. Ese fracaso puede deberse en parte a otra de las trampas de los poderosos: la falta de voluntad para buscar consejo y aceptar las críticas. Putin no consultó con su propio gobierno ni con los vecinos y socios de Rusia para planificar la guerra y sus consecuencias, y las repercusiones de ese error han afectado duramente a Rusia.
Es un grave error de los poderosos negarse a aceptar las opiniones discrepantes. Probablemente, Putin no estaba preparado para las diversas reacciones que provocaría su invasión ni consideraba plausible el fracaso de su “guerra relámpago” contra Ucrania.
Sirva como ejemplo el siguiente vídeo en el que observamos cómo Vladimir Putin ridiculiza a un subordinado, nada menos que a Sergei Naryshkin, su jefe de inteligencia, que intenta tímidamente poner objeciones (a buen seguro que basadas en informes fiables de la excelente inteligencia rusa) para tratar de evitar, en el último momento, la decisión errónea y basada en una inteligencia sesgada y análisis inadecuados, pero coherentes con sus deseos, que iba a tomar el dictador del Kremlin respecto a la fallida y catastrófica blitzkrieg intentada en Ucrania.