¿Qué es el poder? Lecciones de geoestrategia adaptables a entornos empresariales y organizativos.

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¿Qué es el poder? geoestrategia adaptable a entornos empresariales.

En la magnífica edición de julio/agosto de 2022 (volumen 101, número 4), la revista Foreign Affairs dedica una serie de artículos a responder a la pregunta ¿qué es el poder?, analizando qué es y cómo opera en el mundo actual. Aunque enfocados en el actual contexto geopolítico y militar marcado por la guerra en Ucrania y la, probablemente imparable, escalada de rivalidad entre China y Estados Unidos, permiten extraer importantes enseñanzas aplicables también a la gestión organizativa y empresarial.

¿Por qué fracasan las guerras?

Es un grave error de los poderosos negarse a aceptar las opiniones discrepantes.

Por qué fracasan las guerras?En su artículo Why War Fails, Lawrence Freedman, profesor emérito de Estudios sobre la Guerra en el King’s College de Londres, analiza las causas que han conducido al fracaso militar de Vladimir Putin en la primera fase de la invasión de Ucrania y por qué fallaron las previsiones de una blitzkrieg rápida y contundente.

 

Una de las principales cuestiones que se debaten es si los planes rusos incluían fuerzas suficientes para ocupar un país tan grande después de una operación relámpago exitosa. Pero las estimaciones del Kremlin no habían tenido en cuenta los numerosos elementos que intervienen en una verdadera medición de las capacidades militares.

 

Algunos analistas de inteligencia militar cifran en unos, aproximadamente, 100.000 efectivos rusos al inicio de la guerra para una operación de conquista que, de haberse llevado acabo con la tecnología de la IIª Guerra Mundial, habría necesitado sobre el millón de soldados para ser factible. Los mismos analistas, coinciden en que, con los medios actuales y sin el empleo de armas atómicas tácticas, habría sido necesario movilizar, como mínimo, entre 250.000 y 300.000 efectivos para contar con razonables garantías de éxito.

Sin embargo, aunque los efectivos desplegados por Putin en el teatro de operaciones en los primeros días de la invasión hubiesen sido mayores, mejor comandados y con una dotación de medios y logística adecuada, resulta fundamental recordar que el poder militar no sólo depende del equipamiento armamentístico de un Estado y de la pericia con la que lo utilice. Es necesario tener en cuenta los recursos del enemigo, así como las contribuciones de los aliados y amigos, ya sea en forma de asistencia práctica o de intervenciones directas.

Es más, aunque la capacidad militar sea medida en muchas ocasiones a trazo grueso, basándonos principalmente en cantidades de hombres, aeronaves, barcos, artillería, capacidad de fuego en general, la eficacia de todo ello depende en gran medida de la calidad del equipo, de su buen mantenimiento y de la formación y motivación del personal que lo utiliza.

 

En cualquier guerra, la capacidad de una economía para sostener el esfuerzo bélico y la resistencia de los sistemas logísticos para garantizar que los suministros lleguen a las líneas del frente en el momento en que se necesitan, es de creciente importancia a medida que el conflicto se prolonga. También lo es el grado en que un beligerante puede movilizar y mantener el apoyo a su propia causa, tanto a nivel interno como externo, y socavar el del enemigo, tareas que requieren la construcción de narrativas convincentes que puedan racionalizar los reveses así como anticipar las victorias.

 

Por encima de todo el poder militar (y en muchos otros ámbitos) depende de un mando eficaz. Y eso incluye tanto a los líderes políticos de un país, que actúan en calidad de comandantes supremos, como a los que tratan de alcanzar sus objetivos militares como comandantes operativos.

Putin cometió el habitual y catastrófico error de subestimar al enemigo, asumiendo que era débil en su núcleo, mientras albergaba una excesiva confianza en las capacidades de sus propias fuerzas.

Suele describirse al mando militar en los tratados como una forma de liderazgo y las cualidades buscadas en los líderes militares suelen ser las mismas que resultarían deseables en casi cualquier entorno: conocimientos profesionales exhaustivos, capacidad para utilizar los recursos de forma eficiente, buenas dotes de comunicación, capacidad para congeniar con otras personas, sentido de la moral y de la responsabilidad, y voluntad de velar por sus subordinados.


Sin embargo, el entorno de elevada tensión e incertidumbre propio del combate impone sus propias exigencias. La historiadora Barbara Tuchman identificó como necesaria una combinación de resolución – «la determinación de vencer» – y de criterio, es decir, la capacidad de utilizar la propia experiencia para interpretar las situaciones. Un comandante que combina la resolución con una aguda inteligencia estratégica puede lograr resultados impresionantes, mientras que la determinación combinada con la ignorancia puede conducir al desastre.

 

Desde el lado de los subordinados, no todos, ni siempre, cumplen de forma automática las órdenes. En ocasiones, las órdenes son inadecuadas, quizás porque se basan en información obsoleta e incompleta y, por tanto, pueden (y probablemente deban) ser ignoradas incluso por el oficial de campo más diligente. En otros casos, su cumplimiento puede resultar factible pero imprudente, tal vez porque exista una mejor forma de alcanzar los mismos objetivos. Ante las órdenes con las que no están de acuerdo o de las que desconfían, los subordinados pueden buscar alternativas a la desobediencia. Pueden procrastinar, seguir las órdenes a medias, o interpretarlas de una manera que se ajuste mejor a la situación a la que se enfrentan.

 

En términos generales, el mundo occidental ha buscado fomentar cada vez más que los subordinados tomen la iniciativa para hacer frente a las circunstancias dadas; los comandantes confían en los que están próximos a la acción para que tomen las decisiones vitales, pero están preparados para intervenir si los acontecimientos se tuercen.

 

La filosofía de mando rusa tiene una orientación más jerárquica. En principio, la doctrina rusa permite la iniciativa local, pero las estructuras de mando existentes no animan a los subordinados a aventurarse a desobedecer sus órdenes. Los sistemas de mando inflexibles pueden llevar a un exceso de precaución, a una sujeción a ciertas tácticas incluso cuando son inapropiadas, y a una falta de «veracidad sobre el terreno», pues los subordinados no se atreven a informar de los problemas y, en su lugar, se insiste en que la situación es correcta.

En los sistemas autocráticos como el de Rusia, los funcionarios y oficiales tienen que pensárselo dos veces antes de desafiar a sus superiores. La vida es más fácil cuando actúan según los deseos del jefe sin cuestionarlos. Los dictadores pueden sin duda adoptar decisiones valientes en materia militar, pero es mucho más probable que éstas se basen en sus propias suposiciones mal informadas y difícilmente hayan sido cuestionadas en un minucioso proceso de toma de decisiones. Los dictadores tienden a rodearse de asesores afines y a valorar la lealtad por encima de la competencia de sus altos mandos militares.

 

Ngaire Woods en What the Mighty Miss: The Blind Spots of Power, dentro de este mismo número de Foreign Affairs, afirma que lo que lleva a un líder con tanto poder acumulado como Putin a cometer errores tan grandes es la propia naturaleza del poder. Los líderes en posiciones de extrema autoridad suelen llevar anteojeras que pueden conducirles a cometer graves equivocaciones. El poder puede inducir a error en la medida en que impide a los poderosos hacer un balance completo de las consecuencias de sus acciones.

El ataque de Putin a Ucrania ha demostrado muchas de las trampas del poder. Los poderosos con frecuencia se imaginan a sí mismos por encima de las normas, y Putin ha tratado de sustraerse al derecho internacional, incluso cuando ha desplegado un discurso legal para justificar sus acciones. Pero al despreciar el derecho internacional, Putin ha erosionado la seguridad rusa. Los líderes a menudo se creen más fuertes de lo que realmente son; en el caso de Putin, se equivocó al juzgar la verdadera capacidad de combate de sus fuerzas armadas, sumiendo a su país en una guerra de desgaste que algunos de sus estrategas le habían asegurado que sería coser y cantar. Ese fracaso puede deberse en parte a otra de las trampas de los poderosos: la falta de voluntad para buscar consejo y aceptar las críticas. Putin no consultó con su propio gobierno ni con los vecinos y socios de Rusia para planificar la guerra y sus consecuencias, y las repercusiones de ese error han afectado duramente a Rusia.

 

Es un grave error de los poderosos negarse a aceptar las opiniones discrepantes. Probablemente, Putin no estaba preparado para las diversas reacciones que provocaría su invasión ni consideraba plausible el fracaso de su “guerra relámpago” contra Ucrania.

Sirva como ejemplo el siguiente vídeo en el que observamos cómo Vladimir Putin ridiculiza a un subordinado, nada menos que a Sergei Naryshkin, su jefe de inteligencia, que intenta tímidamente poner objeciones (a buen seguro que basadas en informes fiables de la excelente inteligencia rusa) para tratar de evitar, en el último momento, la decisión errónea y basada en una inteligencia sesgada y análisis inadecuados, pero coherentes con sus deseos, que iba a tomar el dictador del Kremlin respecto a la fallida y catastrófica blitzkrieg intentada en Ucrania.

Los sistemas de mando inflexibles pueden llevar a un exceso de precaución, a una sujeción a ciertas tácticas incluso cuando son inapropiadas, y a una falta de "veracidad sobre el terreno", pues los subordinados no se atreven a informar de los problemas.

Los líderes pueden protegerse de las trampas del poder y procurar que las conveniencias de corto plazo no se interpongan en la perspectiva de largo alcance. Una primera línea de defensa contra el error reside en las personas que rodean al líder. Las relaciones, cooperación e instituciones internacionales también desempeñan un papel importante a la hora de evitar que un mandatario poderoso cometa errores de cálculo.

Continuando con Freedman, para algunos analistas occidentales, la guerra de Rusia en el Donbás parecía una nueva y poderosa estrategia de guerra híbrida. Según la describen algunos analistas, Rusia fue capaz de colocar a sus adversarios en una situación de desventaja al reunir fuerzas regulares e irregulares junto con operaciones abiertas y encubiertas, combinando métodos tradicionales de acción militar con ciberataques y guerra de la información. Pero algunas de estas valoraciones exagerabna la coherencia del enfoque ruso. En la práctica, los rusos habían puesto en marcha acontecimientos de consecuencias imprevisibles, dirigidos por individuos a los que les costaba controlar, para objetivos que no compartían plenamente.

 

En los últimos tiempos, la confianza de Putin se ha visto reforzada por la reciente intervención militar de Rusia en Siria, que apuntaló con éxito el régimen de Bashar al-Assad, y por los recientes esfuerzos para modernizar las fuerzas armadas rusas. Los analistas occidentales habían aceptado en gran medida las proclamas rusas sobre el creciente poderío militar del país, incluyendo nuevos sistemas y armamentos, como las «armas hipersónicas», que, cuanto menos, su denominación las hace parecer impresionantes.

 

Cuando decidió preparar la invasión de Ucrania, Putin no consultó a los expertos en el país, sino que se basó en sus asesores más cercanos, antiguos camaradas del aparato de seguridad ruso, que se hicieron (por convicción o conveniencia) eco de su visión despectiva sobre la facilidad con la que se podía conquistar Ucrania. Tan pronto como la invasión se puso en marcha, las principales debilidades de la campaña rusa se hicieron evidentes. El plan era una guerra corta, con avances decisivos en varias partes del país el primer día. Pero el optimismo de Putin y de sus asesores hizo que el plan se configurara en gran medida en torno a operaciones relámpago de unidades de combate de élite. Se prestó poca atención a la logística y a las líneas de suministro, lo que limitó la capacidad de Rusia para mantener la ofensiva una vez que se estancó, y todos los elementos esenciales de la guerra moderna, incluidos los alimentos, el combustible y las municiones, comenzaron a consumirse rápidamente.

 

Por su parte las fuerzas ucranianas, con ayuda de Occidente, habían emprendido drásticas reformas y planificado cuidadosamente sus defensas. También estaban muy motivadas, a diferencia de muchos de sus contrapartes rusos, que no sabían ni por qué estaban allí. Las ágiles unidades ucranianas, recurriendo primero a las armas antitanque y a los drones y luego a la artillería, sorprendieron a las fuerzas rusas. Al final, pues, el curso inicial de la guerra no estuvo determinado por un mayor número y potencia de fuego, sino por la superioridad de las tácticas, el compromiso y el mando.

 

El error estratégico inicial de Putin fue asumir que la población ucraniana no era lo suficientemente hostil ni comprometida con su gobierno como para participar en actividades antirrusas al tiempo que era incapaz de resistir el poderío ruso. A medida que la invasión se estancaba, Putin parecía incapaz de adaptarse a la nueva realidad, insistiendo en que la campaña estaba en marcha y se desarrollaba según el plan.

 

Actualmente la guerra está determinada por factores cualitativos y humanos, siendo los ucranianos los que han dispuesto unas tácticas más depuradas, unidas a unas estructuras de comando, desde el más alto nivel político hasta los mandos inferiores sobre el terreno, adecuadas a este fin. Aunque, progresivamente, los combates se están centrando en una guerra de salvas (artillería y similares -drones, munición dirigible, etc) que trituran el terreno antes del avance de las tropas. Un tipo de combate similar, mutatis mutandis, a los de la Iª Guerra Mundial si bien sin las largas líneas de trincheras en posiciones estancadas.

La guerra de Putin en Ucrania, por tanto, es sobre todo un caso de estudio de un fracaso del mando supremo. La forma en que el comandante en jefe establece los objetivos y emprende la guerra condiciona el desarrollo de la misma. Los errores de Putin no fueron únicos; fueron los típicos que cometen los líderes autocráticos que llegan a creerse su propia propaganda. No puso a prueba sus suposiciones optimistas sobre la facilidad con la que podría lograr la victoria.

 

Putin se basó en una estructura de mando rígida y jerárquica que era incapaz de asimilar y adaptarse a la información procedente del terreno y, sobre todo, no capacitaba a las unidades rusas para responder con rapidez a las circunstancias cambiantes. El valor de la delegación de autoridad y la iniciativa local será otra de las lecciones clave de esta guerra. No obstante, para que dichas prácticas sean efectivas, las fuerzas militares implicadas deben ser capaces, según Freedman, de satisfacer cuatro condiciones.

 

En primer lugar, debe existir una confianza mutua entre los niveles superiores y los inferiores. Los que están al más alto nivel de mando deben confiar en que sus subordinados tienen la inteligencia y la capacidad de hacer lo correcto en circunstancias difíciles, mientras que sus subordinados deben confiar en que el alto mando les proporcionará el apoyo que le sea posible.

 

En segundo lugar, los que combaten deben tener acceso a los equipos y suministros que necesitan para seguir adelante. A los ucranianos les ayudó el hecho de utilizar armas antitanque y defensa antiaérea portátiles y luchar cerca de sus bases, pero aun así necesitaban que sus sistemas logísticos funcionaran.

 

En tercer lugar, las personas que ejercen el liderazgo a los niveles de mando más bajos deben poseer una elevada competencia y pericia. Bajo la supervisión de Occidente, el ejército ucraniano ha estado desarrollando el tipo de cuerpo de suboficiales capaz de garantizar el cumplimiento de las exigencias básicas de un ejército en movimiento, desde el mantenimiento del equipo hasta la preparación real para el combate.

 

Por último, la capacidad para actuar con eficacia a cualquier nivel de mando requiere un compromiso con la misión y la comprensión de su propósito político. Estos elementos faltaron en el bando ruso debido a la forma en que Putin lanzó su guerra: el enemigo que las fuerzas rusas habían sido inducidas a esperar no era el que tenían enfrente, y la población ucraniana no estaba, en contra de lo que se les había dicho, inclinada a ser liberada. Cuanto más inútil es percibida la lucha, más baja es la moral y más débil es la disciplina de los combatientes. En estas circunstancias, las iniciativas llevadas a cabo a nivel local pueden desembocar simplemente en la deserción o el saqueo. En cambio, los ucranianos defendían su territorio contra un enemigo que pretendía destruir su tierra. Había una asimetría de motivación que influyó en los combates desde el principio. Lo que nos lleva de nuevo a la locura de la decisión original de Putin. Es difícil comandar a las fuerzas para que actúen al servicio de un engaño.

El poder blando

PODER BLANDO: conseguir que los otros quieran lo que tú deseas, es decir, que quieran un estado de cosas acorde con tus intereses.

alegoría China versus EEUUMaria Repnikova en The Balance of Soft Power, centrándose en los casos de China y Estados Unidos, profundiza en las virtudes del conocido como “soft power” (poder blando), término acuñado por Joseph Nye y que se resume en conseguir que los otros quieran lo que tú quieres, es decir, que deseen un estado de cosas acorde con tus intereses. Otros autores afirman que el poder blando se basa en la capacidad de las personas, instituciones o gobiernos para lograr resultados positivos atrayendo y persuadiendo a otros para que se adhieran a sus objetivos.

 

Estados Unidos llegó a disfrutar (y aún le queda algo de ella) de una enorme ventaja sobre cualquier rival potencial gracias a su abundante poder blando, basado en recursos intangibles: cultura, ideología o la capacidad de utilizar las instituciones internacionales para determinar los marcos de debate.

 

El poder blando no es un mero complemento del “poder duro” sino que le resulta indispensable a este último.

En Estados Unidos, tras la derrota electoral de Trump, Joe Biden asumió el cargo, prometiendo restaurar la talla moral del país y «liderar no sólo con el ejemplo de nuestro poder, sino con el poder de nuestro ejemplo«.

 

Por su parte, China en el 17º Congreso Nacional del Partido Comunista Chino, Hu Jintao instó a los cuadros del partido a «estimular la creatividad cultural de toda la nación y potenciar la cultura como parte del poder blando de nuestro país«.

Al igual que en Estados Unidos, el poder blando se ha considerado un concepto prometedor en China: un complemento importante para el ascenso del país, especialmente en su expansión económica. De hecho, los expertos y funcionarios chinos adoptan ahora el poder blando con mayor énfasis que sus homólogos estadounidenses. Existe el convencimiento de que el estatus de China en el sistema internacional es limitado y está eclipsado por Occidente, y que para rivalizar verdaderamente con Estados Unidos, China necesita un mayor reconocimiento y una mayor influencia en la opinión pública mundial.

La legitimación y el respeto externos, para el partido-estado chino, también están vinculados a su legitimidad interna. El concepto chino de poder blando está relacionado con las ideas de «confianza cultural» y «seguridad cultural» que Jinping ha promovido, términos que significan la cohesión social en torno a la cultura, los valores y la historia chinos y el orgullo por ellos.

 

Ambos países interpretan el poder blando de manera muy diferente y operan el concepto de forma distinta. Mientras que Washington sitúa los valores e ideales democráticos en el centro de su estrategia de promoción del poder blando, China se centra más en cuestiones prácticas, tratando de fusionar sus atractivos culturales y comerciales. Este enfoque ha recogido escasos frutos en Occidente, pero ha calado en el «Sur global». Sin embargo, incluso allí, a menudo se considera que las dos formas de poder blando son complementarias y no competitivas. Sencillamente, en muchas partes del mundo la gente está encantada de que tanto los estadounidenses como los chinos intenten seducirles con sus respectivas visiones y valores.

En China, la concepción y práctica del poder blando está más enfocada al pragmatismo que a los valores.  La estrategia de poder blando del Partido Comunista Chino implica la promoción de la cultura y los valores chinos, pero también promueve el modelo de desarrollo económico de China, su capacidad de gobierno, sus avances tecnológicos, su creciente capacidad militar y su capacidad de movilización política, tal como se observa en sus campañas contra la pobreza y la corrupción. Todo lo que pueda mejorar la imagen de China se considera un elemento de poder blando, incluso el poder duro chino. Mientras que Washington a veces recurre al poder blando para distraer la atención de su poder duro, Pekín a veces llama la atención sobre su poder duro para reforzar su poder blando.

Conviene no olvidar que el atractivo económico que fomenta China con sus inversiones en países africanos y otras áreas en vías de desarrollo, posee una dimensión afectiva al crear una conexión emocional con China, especialmente en lugares donde escasean otras oportunidades. Lo que a ojos occidentales podría parecer una transacción, en realidad transmite un poderoso mensaje sobre lo que hace atractiva a China.

En el Sur global, incluyendo África y América Latina, el enfoque más pragmático de China respecto al poder blando, sumado a su compromiso económico, ha tenido más éxito. Las últimas encuestas de opinión pública realizadas en África revelaron un sentimiento ampliamente positivo hacia la influencia económica y política de China en el continente; casi dos tercios de los africanos encuestados en 34 países consideraron la influencia de China como «algo positiva» o «muy positiva». Y en una encuesta que el Centro de Investigación Pew realizó en Argentina, Brasil y México en 2019, cerca de la mitad de los encuestados declaró tener una imagen favorable de China; sólo una cuarta parte expresó opiniones negativas.

 

Qué hace grande a una potencia: los verdaderos motores del auge y declive

En la lucha por la superioridad entre las potencias mundiales, no es el poderío militar o económico lo que marca la diferencia crucial, sino las cualidades fundamentales de una sociedad: las características de una nación que generan productividad económica, innovación tecnológica, cohesión social y voluntad nacional.

Imagen alegórica de los factores de auge y declive de las grandes potencias.En su artículo What Makes a Power Great: The Real Drivers of Rise and Fall, Michael J. Mazarr analiza los factores internos y externos que propician el fortalecimiento o debilitamiento de un Estado y su capacidad de influencia en la esfera geopolítica.

Según Mazarr, la historia nos enseña que las naciones no prevalecen en las competencias de larga duración fundamentalmente por la adquisición de capacidades tecnológicas o militares superiores o incluso por la imposición de su voluntad en cada crisis o guerra. Las grandes potencias pueden cometer muchos errores -perder guerras, perder aliados, incluso ver disminuída su ventaja militar- y aun así triunfar en las contiendas a largo plazo. En la lucha por la superioridad entre las potencias mundiales, no es el poderío militar o económico lo que marca la diferencia crucial, sino las cualidades fundamentales de una sociedad: las características de una nación que generan productividad económica, innovación tecnológica, cohesión social y voluntad nacional.

 

El autor dirigió un estudio de la RAND Corporation para la U.S. Defense Department’s Office of Net Assessment, con la ayuda de análisis realizados por historiadores externos. A partir de estudios de casos históricos e investigaciones sobre el desarrollo económico, el avance tecnológico y muchas otras cosas, se identificaron una serie de características nacionales que a lo largo de la historia han contribuido al éxito competitivo del país, como una fuerte ambición nacional, una cultura de aprendizaje y adaptación, y una diversidad y pluralismo significativos.

Estas fortalezas internas son los pilares del poder internacional. Pero para que un país tenga éxito, deben fortalecerse y complementarse mutuamente. Además, no deben desequilibrarse. Un exceso de ambición nacional, por ejemplo, puede conducir a extralimitaciones, poniendo en peligro al país que se exceda. Sin embargo, los países con escasa ambición, diversidad o voluntad de aprender y adaptarse corren el riesgo de iniciar un ciclo negativo hacia el declive de la nación.

 

En casi todos los casos, las naciones ascienden y descienden debido a un conjunto complejo e interrelacionado de características sociales que generan el dinamismo nacional y la ventaja competitiva.

Sin embargo, identificar estas características supone un reto analítico. La mayoría son abstractas y están vagamente definidas. Además, muchas son difíciles, incluso imposibles, de medir de forma fiable, sobre todo en casos históricos en los que simplemente no existen datos precisos. En las complejas interacciones geopolíticas, trazar relaciones causales definitivas puede ser difícil o imposible.

Resulta necesario afrontar el reto de definir el criterio de éxito o fracaso nacional. Las medidas de crecimiento económico o los indicadores de innovación tecnológica podrían parecer respuestas obvias. Pero se trata de factores interpuestos: el crecimiento económico es una fuente de poder nacional, sin duda, pero también es un producto de factores más fundamentales que generan el desarrollo económico. Lo mismo ocurre con la innovación, la capacidad militar, la productividad y muchas otras medidas de producción habituales del poder nacional.

La RAND Corporation ha realizado una amplia investigación en la que se ha  examinado la literatura relativa al auge y caída de las naciones y a las fuentes del progreso económico y tecnológico, se realizaron una docena de importantes estudios de casos históricos complementando esa investigación histórica con otras más recientes sobre una serie de cuestiones como la desigualdad, la diversidad y la identidad nacional. Los resultados indican que las naciones que alcanzan el éxito competitivo, tanto en términos absolutos como relativos, tienden a reflejar, ya sea en periodos específicos de ascenso o en posiciones a largo plazo en la jerarquía mundial, siete características principales: 

 

      1. una ambición nacional impulsora,
      2. oportunidades compartidas por los ciudadanos,
      3. una identidad nacional común y coherente,
      4. un Estado dinámico,
      5. instituciones sociales eficaces,
      6. énfasis en el aprendizaje y la adaptación, 
      7.  una diversidad y pluralismo significativos. 

 

La primera característica esencial -seguramente la base de todas las modalidades de fortaleza nacional relativa- es alguna variante de ambición o aspiración nacional impulsora. Externamente, este rasgo produce un sentido de misión y grandeza nacional y un deseo de influir en la política mundial. Internamente, genera un impulso de aprendizaje, logro y éxito en todo tipo de actividades, desde la investigación científica hasta las artes, pasando por los negocios y la industria. Impulsar la ambición nacional exige el compromiso de todo un pueblo para adquirir conocimientos sobre su mundo y tener influencia en él: para explorar y controlar, para comprender y dirigir. Este impulso puede fácilmente resultar erróneo. La ambición nacional excesiva es una vía habitual de fracaso, ya sea a través de guerras destructivas por elección o de conquistas imperiales que sobrepasan los recursos de una nación y provocan reacciones destructivas. Pero sin esa ambición, los países rara vez constituyen potentes motores económicos o tecnológicos internos o se imponen en las contiendas, a distintos niveles, por el poder.

 

Además de contar con una aspiración de carácter nacional, las sociedades altamente competitivas tienden a distribuir ampliamente las oportunidades entre sus ciudadanos. Ofrecen numerosas vías de acceso al éxito y excluyen a relativamente pocos segmentos de su población de las funciones productivas, al menos en comparación con sus principales adversarios. De este modo, aprovechan una alta proporción de su talento disponible y ofrecen perspectivas de futuro a un amplio sector de su población. Con el paso del tiempo, las sociedades que poseen esta característica han sido más inclusivas en varios aspectos, como la concesión de plenos derechos y oportunidades a todos los grupos sociales y la provisión de vías claras para el progreso empresarial y creativo. A lo largo de la historia, las naciones que comparten las oportunidades entre sus ciudadanos han obtenido una ventaja sobre las que no lo hacen. Los investigadores también han constatado la importancia de las oportunidades compartidas en estudios más específicos: la desigualdad está relacionada con un crecimiento más lento y una innovación atrofiada, por ejemplo, y su ausencia está asociada a la creatividad, la innovación y, por tanto, al crecimiento económico.

 

Otra característica que impulsa la competitividad nacional es una identidad nacional compartida y coherente. Las sociedades más competitivas construyen sus logros sobre la base de una fuerte identidad de grupo compartida -en los contextos contemporáneos, un sentimiento de nación-. Esta identidad compartida no sólo ayuda a las naciones a evitar las desventajas competitivas de la fragmentación y el conflicto político y étnico, sino que también les permite recabar el respaldo popular a los esfuerzos competitivos.

 

Las sociedades altamente competitivas también tienden a beneficiarse de alguna variante de Estado activo y dinámico: un gobierno coherente, competente, orientado a objetivos y eficaz que invierte en las capacidades nacionales y en las cualidades sociales más beneficiosas. Los Estados activos han adoptado diferentes formas en distintos países y épocas, pero en general han fomentado las instituciones públicas y privadas esenciales para el éxito económico y la estabilidad social. Ello ha supuesto asegurar el desarrollo dirigido por el Estado, cultivar el sector privado, garantizar la estabilidad nacional, promover sistemas educativos sólidos, garantizar mercados suficientes para las tecnologías revolucionarias y aunar la fuerza de voluntad nacional en momentos críticos. 

 

A su vez, un Estado activo depende de otra característica de las sociedades competitivas: unas instituciones sociales eficaces. Como han demostrado los economistas Daron Acemoglu, Douglass North y James Robinson, unas instituciones fuertes e inclusivas fomentan el crecimiento económico, aumentan la legitimidad del Estado, dan respuesta a los retos sociales y generan un potencial militar eficiente. 

 

La mayoría de las sociedades dinámicas y competitivas comparten otra característica: tienden a conceder un gran protagonismo social al aprendizaje y la adaptación. Están impulsadas por el deseo de crear, explorar y aprender. En lugar de estar encadenadas por la ortodoxia y la tradición, favorecen la adaptación y la experimentación y están abiertas a las innovaciones en materia de políticas públicas, modelos empresariales, conceptos y doctrinas militares, y arte y cultura. A lo largo de la historia -desde Atenas hasta Roma, pasando por la Gran Bretaña industrial y los Estados Unidos- el éxito competitivo ha estado estrechamente relacionado con la curiosidad intelectual generalizada y el compromiso con el aprendizaje. Estudios más recientes demuestran que existe una relación positiva entre el compromiso con la educación tecnológica moderna y el crecimiento y la innovación, así como entre el nivel educativo y el crecimiento.

 

Por último, las naciones más dinámicas y competitivas cuentan con un importante grado de diversidad y pluralismo. Una amplia gama de experiencias y perspectivas ayuda a generar más ideas y talentos que, a su vez, sustentan el poder nacional. El pluralismo también fortalece a las organizaciones, como las empresas y las instituciones militares, al obligarlas a mantenerse al día frente a la competencia. La diversidad adopta muchas formas: incluso las naciones étnica y racialmente homogéneas, como el Reino Unido de la época victoriana o el Japón contemporáneo, pueden producir una amplia variedad política y comercial que impulsa la competitividad nacional. La diversidad en el sentido moderno también promete posibles ventajas competitivas. Las sociedades que son un crisol de razas tienden a no adoptar el tipo de ortodoxias rígidas que suprimen la competencia y la innovación, y su capacidad para asimilar a los extranjeros les facilita la atracción de talentos del exterior. 

 

Cada una de estas siete características se asocia a la competitividad nacional, pero ni siquiera las sociedades que ostentan todas ellas tienen asegurado el éxito a largo plazo. Las naciones que se imponen en las competencias a largo plazo deben lograr un equilibrio en cada rasgo, ya que todas estas ventajas pueden llegar a ser excesivas y convertirse en un lastre.

Por tanto, las naciones más dinámicas y con más éxito han procurado reunir las siete características esenciales con sana moderación. También han logrado que estos rasgos se refuercen mutuamente. La principal utilidad de cada rasgo no se deriva de sus efectos aislados, sino de su combinación con los de los demás. La ambición nacional y la cultura del aprendizaje y la adaptación se refuerzan mutuamente, al igual que un Estado activo y unas instituciones eficaces. La oportunidad compartida debe combinarse con cierta diversidad y pluralismo para obtener su verdadero valor. Esta receta para el éxito nacional, con ingredientes que se potencian mutuamente, aparece en todas las sociedades que dominan el entorno competitivo global de su época.


Se trata de una combinación de fuerte ambición nacional respaldada por el Estado con un capital humano heterogéneo y diverso, instituciones sociales y un estado de derecho eficaces, un espíritu de comunidad nacional compartida y una profunda veneración por la experimentación y las nuevas ideas. Para que esta receta genere un éxito competitivo, una sociedad debe contar con una élite comprometida con el Interés General y vocación pública. Las naciones obtienen una enorme ventaja competitiva de una élite activa y de conciencia pública que sea representativa de la sociedad en general y esté conectada a ella a través de vías de movilidad social. Pero cuando la élite de una nación, o gran parte de ella, se corrompe o se dedica a buscar rentas, la vitalidad, la resiliencia y la ventaja competitiva de esa nación se erosionan. La calidad de la élite de un país desempeña un papel fundamental a la hora de determinar la legitimidad de sus instituciones de gobierno. Cuando las élites se consideran corruptas e interesadas en lugar de dedicarse al bien público, las sociedades y las instituciones que las gobiernan suelen atrofiarse o desmoronarse.

 

El sensacionalismo de los medios de comunicación, la fragmentación de las fuentes de información y la aparición de una ética del "trolling" que fomenta la hostilidad y la mezquindad en el discurso público.

Actualmente cuatro de las siete características se encuentran especialmente en peligro en muchas democracias liberales.

Una es la voluntad y la ambición nacionales. Sirva como ejemplo una encuesta publicada en 2019 por la Eurasia Group Fundation, en la que se revela que los estadounidenses tienen en general menos fe en el futuro y en sus principales instituciones políticas y sociales.

La identidad nacional compartida de Estados Unidos puede correr un peligro aún mayor. Cada vez son más los datos de las encuestas y otras tendencias observables -como la «selección asociativa», en la que la gente se traslada para vivir más cerca de aquellos con puntos de vista similares, lo que sugiere que el país se está dividiendo en bandos mutuamente recelosos con pocos espacios en común. Esta fragmentación nacional se ha visto acelerada por un entorno informativo fragmentado que permite el crecimiento de la desinformación y las teorías conspirativas. Las oportunidades compartidas también muestran signos de estar disminuyendo. La desigualdad está aumentando y la movilidad intergeneracional parece haberse estancado.

Otro dato preocupante. Según han demostrado Raj Chetty y sus colaboradores del proyecto Opportunity Insights de Harvard, sólo la mitad de los jóvenes de hoy ganan más que sus padres, en comparación con el 90% de los nacidos en 1940

 

Por otra parte, el espíritu de aprendizaje y adaptación en Estados Unidos y la mayoría de las democracias liberales está cada vez más amenazado por el corrosivo entorno informativo. Las sociedades competitivas son organismos de procesamiento de la información cuyos diversos componentes absorben los conocimientos sobre el mundo y los convierten en comportamiento. Sin embargo, el mercado de la información se está degradando, en parte debido a la enorme cantidad de desinformación que circula por las redes sociales, el sensacionalismo de los medios de comunicación, la fragmentación de las fuentes de información y la aparición de una ética del «trolling» que fomenta la hostilidad y la mezquindad en el discurso público.

 

Muchas instituciones públicas y privadas de Estados Unidos y una creciente proporción de inversiones dedicadas a la llamada extracción de valor, incluso mediante la recompra de acciones, sugieren que el país puede estar viviendo de los beneficios acumulados de sus antiguas ventajas en lugar de generar nuevas fortalezas competitivas. Estados Unidos presenta algunas de las características de una potencia antaño dominante que ha pasado su mejor momento competitivo: según algunos indicadores importantes, es una potencia autocomplaciente, muy burocratizada y orientada a la búsqueda de beneficios y rentas a corto plazo en lugar de avances productivos a largo plazo. Está dividida social y políticamente, es conocedora de la necesidad de reformas pero no está dispuesta o no es capaz de llevarlas a cabo, y sufre una pérdida de fe en el proyecto nacional compartido que una vez la animó. El diagnóstico es, en buena medida, aplicable a otras democracias liberales en el mundo.

 

Por su parte, China ha desarrollado enormes fortalezas sociales en algunas áreas, pero también ha permitido al mismo tiempo un debilitamiento potencialmente fatal en otras. China se beneficia claramente de una potente voluntad y ambición nacional, tanto a nivel interno como internacional, y de una identidad nacional unificada entre gran parte de la población. Cuenta con un Estado dinámico que invierte recursos en capital humano, investigación y desarrollo, alta tecnología e infraestructuras. Sus gobiernos subnacionales ofrecen, en teoría, la posibilidad de realizar experimentos dinámicos y plurales en materia de política social. China tiene una gran tradición en materia de aprendizaje y educación, y sus instituciones gubernamentales gozan de un alto grado de legitimidad: en el Barómetro de Confianza de Edelman de 2022, una encuesta en línea sobre la opinión pública de 28 países, China se situó en los primeros puestos de la clasificación en cuanto a los niveles medios de confianza en las organizaciones no gubernamentales, las empresas, el gobierno y los medios de comunicación. Sin embargo, no queda claro en los resultados de la encuesta la influencia que ha podido tener en las respuestas el miedo de los encuestados a la vigilancia digital sistemática puesta en marcha por el “Gran Hermano” chino.

Sin embargo, existen motivos para considerar que China podría fracasar. Las oportunidades están muy extendidas, pero siguen siendo limitadas: la desigualdad crece, el Foro Económico Mundial sitúa a China en el puesto 106 de 153 países en cuanto a igualdad de género, y los jóvenes están cada vez más preocupados por la falta de movilidad social. En los Indicadores Mundiales de Gobernanza del Banco Mundial, que miden la calidad de la gestión pública, China sigue estando por detrás de Estados Unidos. China cuenta con escasa diversidad y muestra aún menos interés en adoptarla. Lo más grave es que China no está logrando un equilibrio saludable de estas características esenciales. Su ambición se está volviendo excesiva y contraproducente; su orgullosa identidad nacional podría convertirse en una identidad xenófoba y excluyente que limite el aprendizaje del exterior. El Estado chino también está volviéndose excesivo, tratando de dominar todos los ámbitos de la vida social y económica, ahogando la innovación y la adaptación de las políticas e imponiendo rígidas ortodoxias que reprimen la libre investigación e innovación.

Lo que el dinero no puede comprar

alegoría del poder económicoPor su parte, Barry Eichengreen en What Money Can’t Buy: The Limits of Economic Power, recurre al economista Richard Cooper a la hora de definir al poder económico. De esta forma, el poder económico sería la capacidad de aplicar instrumentos económicos para castigar o premiar a otro actor. Otra definición, articulada por el politólogo F. S. Northedge, describe el poder económico como la capacidad de un individuo, un grupo o un gobierno de utilizar instrumentos económicos para influir en la toma de decisiones de otro actor, haciendo así que la parte afectada modifique su comportamiento.

 

 

Más adelante en su artículo,  Eichengreen señala una diferencia clave entre el poder militar y el poder económico: el poder militar es concentrado, mientras que el poder económico es distribuido. Los ejércitos son jerárquicos. Los soldados siguen las órdenes de sus superiores. Los batallones reciben instrucciones sobre cómo coordinarse. Las economías de mercado, en cambio, están descentralizadas. 

Para un Estado, el poder económico en la era de los medios de comunicación social está basado en buena medida en la opinión pública y en el poder adquisitivo de los consumidores. Un gobierno que no sea capaz de mantener el impulso popular para una campaña militar probablemente no podrá mantener esa campaña indefinidamente. El apoyo público es, si cabe, aún más esencial para los esfuerzos por desplegar el poder económico con eficacia.

 

Por otro lado, Leslie Gelb, en Power Rules, advirtió que el poder económico no produce resultados con rapidez. «El poder económico funciona mejor cuando se le permite proceder lentamente», escribió, «permitiéndole actuar como la marea». Los ejércitos pueden emplear tácticas relámpago, pero los tesoros públicos deben renunciar a las victorias rápidas y mantenerse en el camino. El poder económico también puede ser más eficaz a la hora de fomentar el cambio de comportamiento y de políticas cuando adopta la forma de incentivos positivos y recompensas para los aliados potenciales en lugar de sanciones y castigos para los rivales.

La jerarquía de la debilidad: Las brechas sociales que retrasan a las naciones

Una amenaza aún mayor para la estabilidad mundial puede provenir de las divisiones sociales internas que menoscaban la unidad y la solidez de los países.

Amitav Acharya en Hierarchies of Weakness: The Social Divisions That Hold Countries Back, señala que en el actual entorno global inestable, muchos analistas sugieren que las clases de poder más importantes son el militar y el económico: la capacidad de Estados Unidos para seguir conteniendo la amenaza de sus rivales autoritarios depende de la medida en que pueda mantener las fuerzas armadas más avanzadas del mundo y garantizar que su poderío económico pueda superar al de China. Sin embargo, se suele pasar por alto en las reflexiones el modo en que el poder militar y económico depende de la estabilidad social en el país. El predecesor populista de Biden, Donald Trump, explotó las crecientes divisiones de clase, raza, género y religión con fines políticos. También rechazó las alianzas multilaterales, se retiró de los acuerdos internacionales y cultivó relaciones cordiales con autócratas como el príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman y el presidente ruso Vladimir Putin, todo ello en nombre del rechazo de los valores de las élites liberales y del establishment occidental existente en favor de una visión más nacionalista, «América primero». Uno de los resultados es que muchos aliados de Estados Unidos tienen hoy mucha menos confianza en la capacidad de Washington para mantener el orden internacional liberal. Aunque han acogido con satisfacción el renovado compromiso de Estados Unidos en la OTAN y en Europa, muchos gobiernos europeos se preguntan cuánto durará este enfoque si se elige a otro presidente populista en 2024.

 

Estados Unidos no es el único país que se enfrenta a una profunda polarización social. En numerosos países -tanto en Occidente como en otras partes del mundo- las divisiones políticas y sociales por motivos de clase, raza, género y religión son cada vez más pronunciadas. El aumento de la desigualdad de ingresos ha frenado el crecimiento y la movilidad social desde la Gran Recesión de 2008, no solo en países como Italia, el Reino Unido y Estados Unidos, sino también en Finlandia, Noruega y Suecia, países conocidos por su distribución más equitativa de la riqueza.

 

Una cuestión fundamental es que mientras los gobiernos occidentales se centran en los conflictos internacionales, la competencia estratégica y los desórdenes en la economía global, una amenaza aún mayor para la estabilidad mundial puede provenir de las divisiones sociales internas que menoscaban la unidad y la solidez de los países. Todas estas fuerzas forman parte de lo que podría llamarse «poder interior»: las jerarquías sociales internas que determinan quién tiene el poder y por qué. Y al igual que estas jerarquías pueden afectar a la prosperidad nacional y a la estabilidad social, también pueden potenciar o limitar la influencia de un país en el mundo. Para cualquier nación, la distribución interna del poder puede ser tan importante para las relaciones internacionales como las fuerzas geopolíticas e ideológicas externas, ya que las jerarquías sociales suelen estar más arraigadas, ser más ubicuas, persistentes, insidiosas y duraderas. Por tanto, es vital abordar estas divisiones si Estados Unidos y sus aliados pretenden proteger y reavivar el orden internacional liberal.

El acceso desigual a las nuevas tecnologías y a la educación, por ejemplo, junto con la desregulación económica y los recortes en las prestaciones sociales, han provocado una creciente división entre las clases.

Tradicionalmente los expertos y los responsables políticos, por una parte, han tendido a estructurar el concepto de poder en torno a la seguridad nacional. La seguridad nacional se ha definido tradicionalmente como la protección de la soberanía y la integridad territorial de un país contra las amenazas militares extranjeras, un enfoque que tiende a ignorar las fuentes de poder no militares y no económicas. Por la otra, la idea de orden mundial se confunde a menudo con la distribución de las capacidades militares y económicas entre los países, sin tener en cuenta las variaciones en las jerarquías sociales dentro de ellos.

Pero, como ha demostrado la historia reciente, los analistas ignoran estas fuerzas internas con el consiguiente riesgo. En la actualidad existe un importante conjunto de datos sobre los efectos de las divisiones sociales, ya sean de clase, raza, género o religión, en el poder político y económico. El acceso desigual a las nuevas tecnologías y a la educación, por ejemplo, junto con la desregulación económica y los recortes en las prestaciones sociales, han provocado una creciente división entre las clases, entre los que están en la cima de las jerarquías sociales y los que están más abajo. 

 

Estas fracturas sociales pueden tener un impacto directo en las relaciones internacionales. Un país con capacidad para gestionar eficazmente sus jerarquías sociales puede mejorar su productividad, su crecimiento económico y su estabilidad política, aumentando así su influencia en el orden mundial. Sin embargo, un país incapaz de hacerlo puede deteriorar o socavar su posición internacional al erosionar la confianza de otros países en su estabilidad o en su compromiso con las normas internacionales en materia de derechos sociales y humanos. Además, una distribución interna del poder desigual o socialmente restrictiva puede afectar también a la influencia política y económica de un país a largo plazo. Resulta especialmente preocupante, por tanto, que las disparidades sociales internas sigan siendo alarmantemente altas y, en algunos casos, parezcan estar aumentando en muchas democracias liberales.

 

Los efectos de los clivajes o brechas sociales pueden ir mucho más allá del crecimiento económico. Cuando se permite que las divisiones sociales se enconen, pueden amenazar la estabilidad social y política fundamental de un país. En países con gran desigualdad de ingresos, la ciudadanía suele ser más propensa a levantarse contra el gobierno en aras de conseguir cierta igualdad económica, social y política. Es probable que las tensiones sociales internas repercutan en el ámbito internacional. Los Estados que sufren violencia o inestabilidad social pueden ver limitada su capacidad de proyectar poder blando; también son propensos a crear tensiones bilaterales y a socavar las negociaciones relativas al libre comercio y otras formas de cooperación multilateral. 

Aunque se están incrementando las divisiones por motivos de clase, raza, género y religión en muchas zonas del mundo, la evidencia sugiere que cuando se reducen estas tensiones, los países pueden incrementar su influencia internacional.

La democracia no conduce inevitablemente a una reducción de las desigualdades basadas en los ingresos, la raza, el género o la religión. Las democracias occidentales, en su conjunto, no han obtenido resultados especialmente buenos en ninguno de estos ámbitos.

El reconocimiento de que el poder interior puede afectar a la fortaleza exterior de los países ofrece importantes lecciones para las relaciones internacionales. Para Occidente, el crecimiento de las divisiones sociales debería ser motivo de alarma. Como demuestra un creciente cuerpo de investigación, la democracia no conduce inevitablemente a una reducción de las desigualdades basadas en los ingresos, la raza, el género o la religión. Las democracias occidentales, en su conjunto, no han obtenido resultados especialmente buenos en ninguno de estos ámbitos. Al contrario, las instituciones democráticas pueden dar cobertura a las divisiones sociales y permitir que se exploten para obtener beneficios políticos, como ha ocurrido en Estados Unidos y en otros países en los últimos años. Además, a medida que estas disparidades se acentúan, debilitan la capacidad de Occidente para contrarrestar la expansión de la autocracia. Son muchos los expertos que han señalado cómo el aumento de la desigualdad de ingresos ha contribuido a erosionar el atractivo del orden internacional liberal.

Reducir las brechas sociales no eliminará las diferencias de poder y estatus entre países. Pero los que mejor desarrollen y aprovechen su poder interno garantizando una distribución de rentas más justa y frenando las prácticas discriminatorias -y por tanto maximizando el crecimiento- probablemente disfrutarán de mayor estabilidad e influencia a largo plazo.

Los peligros del pesimismo

Una potencia emergente, que teme una ventana limitada para el ascenso, podría optar por adquirir recursos militares para maximizar su ventaja temporal y evitar quedarse atrás una vez más. Un hegemón establecido, que también teme que su futuro se vea mermado, podría reaccionar negativamente y precipitar una escalada militar

Alegoría del pesimismo en las relaciones internacionalesTermino nuestro periplo por Foreign Affairs de julio-agosto 2022, dedicado a la naturaleza del poder, resumiendo a Daniel W. Drezner en su artículo The Perils of Pessimism Why Anxious Nations Are Dangerous Nations.

La gente suele pensar que el poder es la capacidad de un país para obligar a otros a hacer lo que dicho país quiere. Los expertos suelen medirlo en función del poder militar o del PIB. Pero en el mejor de los casos se trata de visiones parciales -y en el peor, sesgadas-.

En estos cálculos del poder se omite un factor crucial: las expectativas sobre el futuro y si los líderes del Estado creen en un futuro optimista o pesimista para su país. Si los líderes creen que el futuro es desfavorable, se sentirán tentados a emprender acciones arriesgadas en el presente para evitar un mayor declive, lo que puede conducir a carreras armamentísticas y a una actitud agresiva durante las crisis. Por el contrario, los líderes optimistas prevén un futuro más halagüeño para su país y, por tanto, favorecen la paciencia estratégica, que tiende a generar inversión en la gobernanza global.

La guerra de Ucrania genera una situación en la que se puede prever un escenario en el que el conflicto bélico provoque que todos sean aún más pesimistas sobre el futuro, lo que podría suponer una probabilidad mucho mayor de guerra entre grandes potencias.

El poder es la divisa de la política mundial

Algunas formas de influencia resultan útiles en el presente, entre ellas la fuerza militar y la coerción económica. Pero aunque son esenciales en una crisis, estas formas de poder suelen crear dilemas de seguridad contraproducentes. Cuando una gran potencia aumenta su presupuesto militar, incluso con fines defensivos, los rivales se sienten obligados a responder del mismo modo.


El poder blando -es decir, la capacidad de un país para persuadir a otros para que persigan fines similares- puede tardar generaciones en gestarse y ejercerse. Pero estas formas de poder tienen sus ventajas. Se refuerzan a sí mismas; una vez consolidadas, es difícil que un contrincante cree alternativas. Un líder que no piense demasiado en el futuro no se preocupará por estos medios de influencia, porque las recompensas de las inversiones en ellos no son lo bastante inmediatas como para preocuparse por ellas enseguida. Un líder que sí piensa en el futuro, por el contrario, estará dispuesto a asumir los costes a corto plazo para invertir en las herramientas de poder que resultarán valiosas en el largo plazo.

Que los responsables de la política exterior adopten una visión del poder a corto o a largo plazo depende de varios factores

Si los gobernantes consideran que el mundo que habitan es hobbesiano, en el que la vida es «pobre, desagradable, brutal y corta», no pueden permitirse el lujo de adoptar una perspectiva a largo plazo. Un sistema internacional plagado de desastres, plagas, crecimiento económico limitado y violencia es un sistema que obliga a prestar mayor atención al corto plazo. En otras palabras, durante la mayor parte de la historia de las relaciones internacionales, una perspectiva a corto plazo tenía pleno sentido.

 

En general, cabría esperar que los Estados con fuertes tendencias de crecimiento en relación con sus competidores fueran optimistas sobre el futuro. Los países que ganan guerras suelen confiar en su capacidad futura para hacer frente a las amenazas tradicionales a la seguridad. Los países que pierden guerras no tienen más remedio que comprometerse a desarrollar su poder militar a corto plazo, por temor a nuevos reveses en el campo de batalla.


Las narrativas estratégicas sobre el futuro varían, pero tienden a adoptar una de dos formas generales. Los actores con expectativas positivas creen que la futura distribución del poder será mejor para su país que la actual. En otras palabras, el futuro es favorable y los acontecimientos recompensarán la paciencia estratégica. Los actores con expectativas negativas, por el contrario, creen que la futura distribución del poder será peor para su país que la actual. Estos actores ven un futuro desfavorable y pueden sentir la necesidad de tomar medidas inmediatas para evitar el declive.

El largo plazo

Los gobiernos pesimistas no pueden centrarse excesivamente en el futuro lejano puesto que estiman que deben actuar en el presente para evitar un mundo más peligroso. En estas circunstancias, lo que importa son las denominadas capacidades cinéticas: instrumentos de la política estatal que pueden utilizarse inmediatamente para cambiar los hechos sobre el terreno lo antes posible. Por tanto, los líderes de estos estados centrarán la mayor parte de su atención en los recursos militares y económicos existentes y en los esfuerzos activos para aumentarlos. Las iniciativas de otros países para aumentar su poder blando o desarrollar redes o instituciones alternativas pueden atraer la atención de estos líderes, pero suscitarán menos interés. Los líderes centrados en el aquí y ahora no darán prioridad a esas amenazas a largo plazo. Por el contrario, los gobiernos con expectativas positivas sobre el futuro confían en su continuo ascenso como nación. Esto permite un horizonte temporal más largo, lo que hace que los responsables políticos inviertan en formas de poder que necesitan más tiempo para dar sus frutos: la gobernanza mundial, la diplomacia cultural, las alianzas y las asociaciones a largo plazo, las innovaciones tecnológicas, etc. Estas formas de poder requieren una inversión considerable y tiempo para desarrollarse, pero las recompensas son significativas. Las expectativas optimistas también significan que estos Estados pueden aplicar una definición ambiciosa de poder al evaluar las capacidades de los demás.

 

La medida en que las grandes potencias son optimistas o pesimistas sobre el futuro tiene profundos efectos en sus estrategias actuales. Un mundo de grandes potencias optimistas sobre el futuro tendrá escenarios de confrontación pero pocas guerras. Estas grandes potencias seguras de sí mismas invertirán en recursos diseñados para atraer y también para coaccionar, lo que sugiere un mundo conflictivo pero relativamente pacífico. Un entorno de grandes potencias pesimistas, sin embargo, dará lugar a un mayor énfasis en las capacidades militares y a la tentación de emprender acciones preventivas. Las disputas militarizadas son mucho más probables en un mundo pesimista, en el que el papel de la fuerza es el más determinante.

China tenía buenas razones para abstenerse de perseguir objetivos explícitamente revisionistas hasta hace muy poco, ya que Pekín esperaba un futuro halagüeño. A China no le convenía desafiar directamente el orden internacional liberal, ya que eso podría significar verse apartada de sus beneficios.

Un mundo en el que las grandes potencias tienen expectativas pesimistas sobre el futuro es mucho más peligroso. En ese caso, los actores prestan atención a las capacidades militares por encima de todo. A diferencia de otras formas de poder, después de todo, la fuerza militar puede desplegarse rápidamente durante una crisis. Una potencia emergente, que teme una ventana limitada para el ascenso, podría optar por adquirir recursos militares para maximizar su ventaja temporal y evitar quedarse atrás una vez más. Un hegemón establecido, que también teme que su futuro se vea mermado, podría reaccionar negativamente y precipitar una escalada militar por la creencia de que su poder no hará más que disminuir con el paso del tiempo. Para dos estados pesimistas, la demora aumenta el riesgo de catástrofe.

A modo de reflexión

imagen alegórica de la reflexiónVivimos tiempos interesantes…

 

La hegemonía estadounidense está en decadencia sin que la Unión Europea acabe de darse cuenta de que resulta fundamental para su supervivencia y la de las democracias liberales en Europa pensar, diseñar, trabajar e implementar los mecanismos necesarios para una autonomía geoestratégica vital. Los gobiernos deben ser conscientes que la unidad de acción europea es una cuestión, insisto, crítica.

 

Las acciones asimétricas en zona gris de guerra informativa, lawfare, promoción de la corrupción política y derivados con las que los enemigos de las democracias (estados iliberales, autárquicos y grandes corporaciones privadas a las que el poder del Estado estorba) minan la credibilidad de los sistemas y enfrentan a las democracias con sus propias contradicciones, amenazando con hacer caer a los gobiernos europeos en las fauces de la ultraderecha (casualmente financiada directa o indirectamente, al menos, por el Kremlim – VOX, Marine Le Pen, Salvini…-).

 

China, una civilización milenaria, es el hegemón futuro que se perfila por encima de todos los demás. Ha empezado a crear estructuras de gobernanza mundial que podrían poner en peligro el orden internacional liberal, como el Nuevo Banco de Desarrollo, el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras y la Iniciativa Belt and Road… Un impresionante poder militar y tecnológico… Entre otras iniciativas menos evidentes o confesables…

 

Rusia es una fiera acorralada y, por eso, especialmente peligrosa, que es consciente (aunque ahora no se haga evidente debido al interés común que les une contra EEUU) de que está destinada a chocar, tarde o temprano, con las aspiraciones de poder e influencia chinas en su fronteras y aledaños.

 

Estados Unidos es un hegemón en declive, con una enorme potencia militar sostenida por una sociedad desestructurada, decadente, con graves fracturas soterradas y un grave riesgo de quiebra social y deriva autoritaria personificados por una extrema derecha capaz de acabar, poco a poco o mediante un putsch, con la democracia estadounidense y sus sistemas de controles y contrapesos…

 

Todo ello en el marco de un cambio climático antropogénico cuyas consecuencias catastróficas van a empezar a hacerse evidentes de forma acelerada.

 

Tiempos interesantes y peligrosos…

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